BACK TO THE FUTURE ⎢ Robert Zemeckis, 1985
Quisiera decir que mi afición por Back to the Future (Estados Unidos, 1985) parte de la nostalgia, de la necesidad de justificar las innumerables tardes que pasé de niño viendo la trilogía en la televisión. Pero incluso sin evocar los viejos apegos, estoy convencido de la superioridad del filme, de su posición irreprochable como epítome del cine hollywoodense. Ciertamente el éxito económico, la condición de culto y el grado de iconicidad que ha alcanzado la película es inigualable: desde la flamante apariencia del DeLorean, al videoclip de Marty McFly cantando “Johnny B. Goode”, al colorado chaleco salvavidas que porta el protagonista, cada elemento sonoro y visual que aparece en escena ha trascendido con encomiable entereza. Pero también es muestra de lo ambicioso que puede resultar el manejo del tiempo en el relato cinematográfico, de la capacidad de armar una aventura que esté formulada con escrupulosa precisión y que a la vez se sienta enérgica y entretenida.
Este pulso que tiene el filme proviene de una plausible economía de recursos y de una estructura elíptica que es característica de los relatos sobre los viajes en el tiempo. Pensaría, incluso, que Back to the Future es fundacional respecto a una especie de subgénero de la ciencia ficción en donde las líneas temporales y las divergencias narrativas encuentran alcance. Los primeros treinta minutos de la película, por ejemplo, son básicos para entender esto. La secuencia de la cena familiar en que los padres de Marty recuerdan su encuentro amoroso informa en gran parte la totalidad de la trama, y el momento adquiere relevancia cuando cada hecho que vaticinaban finalmente acontece. La película está colmada de este tipo de resonancias: los percances entre Biff y George en donde el primero ejerce su dominación y bravuconería obligando al segundo a que haga su tarea/trabajo, los regaños del director de la escuela a la holgazanería de los McFly, o la imagen de Safety Last! (Estados Unidos, 1923) que se observa en el laboratorio del Dr. Brown, con Harold Lloyd sujetándose a un gigantesco reloj, y que se replica en el clímax de la película. Si el tiempo se mueve en círculos, el filme se alimenta de la agitación que provoca su paso.
En esta repetición de situaciones, gestos y diálogos entre el presente y el pasado, se sugiere un escenario que oscila entre lo irónico y lo adverso. Irónico por las observaciones que se hacen sobre la cultura estadounidense y las diferencias que existían entre ambos periodos. El comentario sorpresivo de que el presidente de los Estados Unidos sea un actor de cine me pareció encantador. También el atrevimiento a especular sobre el nacimiento del rock n’ roll o la ascensión de los negros en la política estadounidense. Son comentarios un tanto ingenuos pero que buscan producir una sensación de extrañamiento y lejanía ante tal época. No es casualidad que cuando Marty arriba a la década de los 50 lo hace como un alienígena, un ser de otro tiempo que se consterna por lo prístino de la vida. De ahí lo adverso. El conflicto edípico que se gesta en la segunda mitad de la película, con la madre que se enamora de él sin saber de su parentesco y la catastrófica consecuencia de desaparecer si los padres no se conocen y no se cortejan, me sigue pareciendo osado para las convenciones del cine estadounidense. Robert Zemeckis, guionista y director de la película, crea su propia genealogía de la juventud del país, similar a lo que hizo George Lucas en American Graffiti (Estados Unidos, 1973), y revela con sutileza los traumas de una generación.
Parte de que la película nunca pierde su atractivo se debe a la caracterización que hace Michael J. Fox de Marty McFly. Fox se distingue por un personaje que no es necesariamente un héroe, que se delinea como un simple muchacho con aspiraciones materiales y clasemedieras, y que por extrañas razones termina metido (involuntariamente) en un cúmulo de problemas que resuelve con astucia y presura. Las reacciones a las que incurre ante el constante estado de desorientación en el que se encuentra resultan simpáticas, e inspira un tono entre lo cómico y lo liviano que sirve como contraste ante el embrollo de la historia. Sus expresiones cuando conoce a sus padres de jóvenes son geniales, pues diluyen las creencias que tenía de ellos y reflejan la pesadilla de muchos adolescentes de indagar en el pasado de sus progenitores. Emblemática es, además, la relación de amistad que mantiene con el Dr. Brown, un personaje con pinta de Einstein interpretado por el icónico Christopher Lloyd, y a la que aficionados de la película han rodeado de misterio.
También es fascinante ese impulso a maravillarse por las peculiaridades de una máquina del tiempo. La voluntad de moldear el propio destino, de revertir los errores del tiempo, está presente en toda la trilogía. Si bien la segunda y tercera parte se encargarían de transportar este entusiasmo a otras épocas, a otras circunstancias, no alcanzan a lograr tal contundencia. Dedicadas a explorar los géneros cinematográficos y a ahondar en los tramados narrativos, las secuelas giran sobre los mismos parámetros y conflictos que formuló la primera. Son ecos de lo que ya estuvo dicho desde un principio. No. De todo el artefacto spielbergiano que se formó en la década de los ochenta, Back to the Future me sigue pareciendo la más perfecta, la más proclive a sobrevivir los avatares del tiempo. Un verdadero clásico. HH