TONARI NO TOTORO ⎢ Hayao Miyazaki, 1988
La primera impresión que me dejó Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, Japón, 1988) es lo escaso de sus elementos narrativos. Se sabe que la película está inspirada en un episodio de la niñez del realizador Hayao Miyazaki, en las interminables semanas de espera cuando su madre enfermó de tuberculosis. Ese sentimiento se transmite en el entramado de la película. En ella, un par de pequeñas hermanas (Satsuki y Mei) y su padre se mudan a una vieja casa en el campo para estar cerca del hospital en que está internada su madre. A lado de su nuevo hogar se levanta un inmenso bosque, un refugio natural en el que vive un espíritu que sólo las niñas parecen ver y al que deciden llamarle Totoro. Es una historia en el que no existe propiamente un conflicto, un antagonista, o un clímax. Más que recurrir a momentos de gran dramatismo, Miyazaki parece abocado a las pequeñas emociones que afloran en ese tiempo de desconsuelo.
En los primeros minutos de la película, por ejemplo, los personajes observan con inusitada atención el nuevo espacio al que llegan. Satsuki y Mei abren cada cuarto con una desorbitante curiosidad. Su alegría es incontenible cuando de manera inesperada caen del techo pequeñas bellotas, y su asombro enaltece cuando conocen diminutas criaturas en forma de bolas de hollín que escapan ante su presencia. Una anciana les explica que de niña podía ver esas criaturas pero que ahora sólo ellas son capaces de hacerlo. Uno de los vecinos se burla de forma cómica que la casa está embrujada, pero las niñas exclaman una y otra vez no tener miedo ante su inesperado encuentro con lo mágico. Miyazaki alcanza una asombrosa sensibilidad al mostrar la fortaleza con que los niños actúan en el mundo. A pesar de la ausencia de sus padres, el apego que sienten hacia ellos es de una enorme ternura. Ante sus declaraciones de encontrarse con esos espíritus, no existe ningún tipo de reclamo. Sus palabras son tomadas como verdaderas. Su afecto es apreciado y correspondido.
Sin embargo, no por ello deja de mostrar la vulnerabilidad de los niños ante los infortunios inesperados de la vida. El filme se exhibió originalmente en función doble junto con La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, Japón, 1988), de Isao Takahata, pues ambas películas de animación presentaban la premisa de una infancia que quedaba huérfana. Verlas seguidas es una experiencia cinematográfica inquietante, pues mientras una sumerge al espectador en una profunda tristeza, la segunda se encarga de levantarle el ánimo con su calidez y fantasía. La tumba de las luciérnagas mostraba la desolación que dejaba la indiferencia de los adultos y la dureza del Japón de la posguerra. Mi vecino Totoro, en cambio, apela a la imaginación infantil como salvaguarda de la realidad. Hacia el último tercio de la película, la pequeña Mei se pierde y el pueblo entero se dedica a buscarla. Una sandalia encontrada en un estanque sugiere por segundos un trágico destino, pero la hermana mayor descarta rápidamente esa idea. Después Satsuki recurre a Totoro y a su autobús gato para encontrarla. Es un acto bondadoso que refleja cómo la naturaleza interviene para proteger a sus hijos.
Lo curioso es que, a pesar de que Totoro y los espíritus que le acompañan apenas aparecen en unas cuantas escenas, su presencia y su magia dejan una enorme impresión en el espectador. Hoy en día la imagen de Totoro es ampliamente conocida, pero me imagino el furor que despertó en su momento. En su primera escena, Mei lo encuentra dormido y de espaldas. Totoro gira lentamente hacia el frente y en ese movimiento reconoces su magnitud. Cuando bosteza, sus bigotes levantados, sus ojos despiertos, su amplia boca y sus gruesos dientes hacen ver lo humorístico de sus gestos. Su pelaje lo hace sentir abrazable. Más adelante, Satsuki conoce a Totoro en una parada de autobús y le presta un paraguas para que se proteja de la lluvia. Cuando el espíritu escucha el sonido que hacen las gotas de agua al caer entra en un frenesí embriagador. Es una escena que apela a las sensaciones más primitivas, que parece no tener lógica más que el placer del encuentro. Como si los espíritus caminaran entre nosotros y sólo es cuestión de escucharlos para toparse con ellos.
Como noble amante de la naturaleza, Miyazaki recurre a la animación para reconocer los intervalos de tiempo que existen en ella, los espacios vacíos, lo que en Japón conocen como ma. En una sola toma observamos el revoloteo de una mariposa alrededor del espacio, o una libélula que reposa en un riachuelo. En otra secuencia, Totoro hace una especie de danza que permite que unas semillas crezcan y se convierten en un gran árbol ante la presencia impávida del padre. Como celebración, Satsuki y Mei se sujetan al cuerpo de Totoro y éste, como si fuera un globo aerostático, empieza a surcar hacia los cielos. La estela de su vuelo abre camino al viento. El padre mira hacia el árbol que acaba de germinar pero lo único que percibe es la brisa en su cabello. Al día siguiente, el paisaje con el gigantesco árbol ha desaparecido, las niñas han despertado, y lo único que queda son los brotes y la pregunta si lo que vimos sucedió o no. “Fue un sueño” exclama con alegría Satsuki. “Pero no fue un sueño”, responde Mei.
Ese estado de ensoñación es el que parece poner al espectador en una especie de encanto. Las imágenes de Miyazaki nos obligan a asumir el asombro infantil con el cual acercarnos al mundo. Es una disposición que aparece a lo largo de su filmografía y que se aprecia en la fauna mitológica que ha creado. Mi vecino Totoro es una de sus películas más puras, la que condensa mejor su estilo. No es la película que lo inició todo pero se siente como si lo fuera, al grado de que la silueta de Totoro ha quedado como impronta de una compañía tan imaginativa como lo es Studio Ghibli. HH
Me encantó la reseña. Me llevó pasó a paso a recordar la escenas descritas con singular alegría y all final cerrar con la imagen del estudio.
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